Con un escupitajo en plena cara

«Así empieza mi conexión con la deslumbrante ciudad del amor: París», nos cuenta Rocío Rosa.

 

Así empieza mi conexión con la deslumbrante ciudad del amor: París.

ES UN DÍA cualquiera y estoy sola. El metro chirría anunciando la próxima parada. Bajo del metro y me adentro en sus oscuros pasillos, buscando la salida. Asombrosamente no se ve un alma por doquier, excepto un discreto hombrecillo, que debe de ser uno de los cientos de vagabundos que habitan París y encuentran su hogar en el calor de las rejillas de ventilación de las estaciones de metro. Al cruzarme a este señor barbudo y andrajoso, sin motivo aparente y de forma totalmente inesperada, toma impulso y, con rabia, me escupe. Me escupe fuerte en toda la cara. Me quedo paralizada al instante y no puedo reaccionar hasta que pasan unos segundos. Me limpio temblando con la manga del jersey la saliva del mendigo que huele a desintegración, y miro a mi alrededor con los ojos bañados en estupor e incomprensión. Algunas personas me observan desde el otro andén con diplomática indiferencia, muy al estilo parisino, pero curiosos, ya que esta incidencia les da una razón justificada para despegar la mirada de la pantalla de sus teléfonos móviles de último modelo. Nadie me pregunta si estoy bien. Reacciono movida por un instinto natural de supervivencia y localizo al personajillo rebelde, al otro lado del pasillo, que se aleja con pasos torpes, pesados y alcoholizados, y desaparece en el laberinto de túneles de la estación de Guy Môquet.

Salgo a la calle y me voy cabizbaja, pasmada y confusa, pensando que, con un simple escupitajo, el hombre ha expresado toda su frustración, indignación, locura, u odio hacia la sociedad que lo rodea. Y caigo en la cuenta de que soy una extraña en la ciudad, que aún desconozco el lugar y sus gentes y que me queda mucho por descubrir y comprender.

Hace tan sólo cuatro meses que vivo en esta bella ciudad. Porque no hay duda de que París es hermosa y única. Lugar marcado por la pluralidad, la diversidad desbordante en todos sus ámbitos y la mezcla de culturas y quehaceres. Pero la vida de la metrópolis parisina, hablo de la real y no la turística, no es como la pintan en las cartas postales.

Se ha escrito, dicho, cantado, pintado tanto sobre París, que resulta difícil disociar la imagen que proyecta del ideal romántico alabado y trasmitido a lo largo de los siglos. Cualquier crítica actual a la capital se desvanece en el aire como un suspiro y sucumbe ante el peso de la historia. Sin embargo me apetece decir lo que veo y lo que siento hoy, como nueva residente parisina que efectivamente soy.

La ciudad del amor donde los candados que sellan momentos de pasión efímera acaban por hundir los puentes y hacer justicia al valor del verdadero amor, insoportablemente leve, es un nido de rincones de belleza, que apaciguan el alma. Sin embargo esta es solo una parte. Un océano de edificaciones ahoga a diario a los transeúntes que nadan sin descanso, como valientes salmones, en una marea de gentío, ruidos de ambulancias, olores de croissant y baguette mezclados con la podredumbre callejera, y acostumbrados a la supervivencia de miles de extranjeros en un universo de lujo inaccesible para la mayoría.

Un nuevo día nace y recomienza, incansable, el ritmo acelerado de la ciudad. Temprano en la mañana, salen de sus madrigueras los cientos de trabajadores robotizados por la sociedad capitalista, sellados por la marca del traje de chaqueta y el cigarrillo en mano. Los pasos se entremezclan en las callejuelas de Montmartre y se confunden en una orquesta acompasada en los túneles moribundos del viejo metro de París. Los mendigos permanecen a la deriva en sus esquinas privadas, envueltos en mantas nauseabundas y meadas, los ojos rojos, igual que anoche, igual que hace una semana. Conforme se intensifica la luz del día los coches y autobuses se van multiplicando en la playa de asfalto, así como la invisible nuble de polución intoxica a sus gentes, impasibles, implacables en su caminar, concentrados como máquinas en el destino de sus pasos.

Desde que vivo en París soy más consciente de que el ser humano a veces vive para sobrevivir, o quizás malvive pensando que vive. Esta ciudad me recuerda cada vez que asoma de nuevo el sol por la terraza del edificio vecino, que somos seres, por naturaleza, insaciables, contradictorios e inestables. El escupitajo del vagabundo me despertó en mi indiferencia contagiada. Y se lo agradezco. Porque es arriesgado vivir corriendo, sin pararse a observar y sin recordar que estamos aquí para vivir la vida dignamente y compartirla con quienes cruzan nuestro camino.~